Columna de Henrique Salas Römer
El 4-F que yo viví
Era pasada
la media noche cuando vecinos gritando al pie de la ventana me alertaron del
golpe. Para entonces vivíamos en la Urbanización Guaparo y en una casita
alquilada, en la parte posterior, tenía mi despacho con apenas una secretaria,
una telefonista y un mensajero. El Capitolio estaba siendo refaccionando y la
residencia oficial aun no existía.
Vivíamos a
menos de 100 metros de la Brigada Blindada y nada se había escuchado. Es en
Caracas, gritaron, hay tanques en la calle. Sorprendido, me levanté tanteando
en la oscuridad, como sonámbulo, tratando de atinar en lo que debía
hacer. Cierto, yo había denunciado públicamente a comienzos de noviembre
que una conspiración estaba en marcha, y tenía fuertes indicios de que era así,
pero del Ministro de la Defensa y sus subalternos me habían desmentido.
Treinta años
habían transcurrido desde el Porteñazo. Yo había estado allí, en el frente de
batalla toda la noche, pidiéndoles a los rebeldes la rendición. Montado en un
jeep al lado Enrique Acevedo Berti, había escuchado ráfagas de ametralladora y
el chasquear de las balas muy cerca de nosotros. Pero eso era historia patria.
Era algo que había quedado atrás.
Bajé por la
escalera y me dirigí a mi pequeño despacho. Allí tendría acceso el teléfono
interministerial y por vía directa con el Presidente. Por CANTV llamé a Charito
Rojas, quien presidia la Cámara de Radio. Charo, le dije, hay un golpe en marcha,
necesito que me encadenes todas las radios para dirigirle un mensaje a la
gente. Colgué.
La llamada
del presidente
Al rato
recibí una llamada de Carlos Andrés Pérez. Quería saber cómo estaba la
situación en Valencia. Presidente, le dije, no sabemos exactamente lo que
ocurre. El Fuerte Paramacay se ve tranquilo, me reportan que hay tanques en las
proximidades de la Comandancia de Policía, pero más parece que nos están
custodiando porque dejan entrar y salir las patrullas; no han ido al Capitolio
y yo estoy muy cerca del Fuerte, le expliqué, y conmigo tampoco se han metido.
El General Romero Faría (Comandante para aquel momento de la Guardia Nacional y
de la Guarnición) me llamó hace una rato, le agregué, y le dije lo mismo, que
no tenia certeza de que el Fuerte Paramacay estuviera alzado. Unos minutos
después me volvió a llamar el Presidente. Esta vez para confirmarme el Ejercito
en Valencia también estaba alzado. Acérquese, Gobernador, trate de hablar con
los rebeldes a ver si desisten.
No fue hasta
las cinco de la mañana cuando el General Romero Faría consideró que había
llegado el momento. Ahora creo que se puede venir, Gobernador, los tanques se
han replegado y es bueno que usted le hable a la prensa. No sé si hablar
con la prensa le dije – ya yo me había dirigido por radio a los
carabobeños, pidiéndoles permanecer en sus casas- pero en seguida voy. Pensaba
en la posibilidad de hablar con los rebeldes. Tomé el vehículo y me dirigí al
Comando de la Guardia Nacional, al otro lado de la ciudad.
Regresaron
los tanques
Al llegar
observé que en efecto no había tanques pero si autobuses atravesados y muchos
soldados. Tuve que caminar entre ellos más de media cuadra pero nadie opuso
resistencia. El General Romero Faría me saludó al entrar y me cedió su
escritorio para que desde allí despachara… pero no habían transcurrido cinco
minutos cuando entró un oficial. Regresaron los tanques, dijo, estamos
nuevamente rodeados. Al mando está un teniente. Invítelo a entrar, le pedí,
quiero conversar con él.
Por largo
rato escuche al joven teniente. Era el ayudante del General Ferrer, comandante
del Fuerte Paramacay y había sido él mismo quien lo había hecho preso.
Nosotros no sabíamos nada, me confió el teniente, pero hay mucho malestar. Las
condiciones son tan malas en el cuartel que todos nos sumamos. No hay
agua corriente para bañarnos, las pocas viviendas que existen están en pésimo
estado, no hay plata para el mantenimiento. Todo se lo cogen los de arriba.
En ningún
momento se refirió al Presidente de la República. Su rebelión era contra los de
arriba, la alta oficialidad, los que – a su entender- se estaban cogiendo los
dineros destinados a la oficialidad inferior y a la tropa. Afortunadamente lo
logré convencer. Personalmente hare llegar su reclamo, le dije, me parece
justo, y si es preciso con la gobernación les meto la mano. El oficial me hizo
caso y retiro los tanques, gesto por el cual, meses después, habría yo de
rendir testimonio ante el tribunal militar para que lo exoneraran de una pena
mayor.
La llamada
de Caldera
Regresé a mi
casa. El paso por la Avenida Universidad que conduce a Naguanagua y a la
entrada del Fuerte Paramacay estaba cerrado por soldados que llevaban un
brazalete con los colores de la bandera. Pero no tuve inconveniente alguno en
llegar a mi destino. Después sabría que a la pregunta de un periodista que se
acercó a las puertas del Fuerte, el Comandante insurgente le habría gritado a
distancia “Esto no es contra Salas Römer, es contra Pérez”.
Serian las
nueve o diez de la mañana cuando sonó el teléfono de mi despacho. Era el
Presidente Caldera. Henrique, cuéntame lo que está ocurriendo. Le conté lo que
antes relaté. Que el alzamiento parecía ser fruto de una insatisfacción general
por las condiciones en que estaban los cuarteles. Que las razones parecían
legítimas, no así la decisión que habían tomado. A veces pienso que mis
palabras pudieron haber nutrido en parte el recordado discurso que el ex
Presidente pronunciaría esa tarde en el Senado de la República.
Luego vino
el sobrevuelo de los F-16, lanzándose en picada para romper con gran estruendo
la barrera de sonido sobre el Fuerte Paramacay, la rendición del Fuerte, la
rendición de Chávez, vista por todos los venezolanos a través de la televisión…
y finalmente, una llamada inesperada. Era nuevamente el General Romero Faría.
Mi
satisfacción duro poco
Gobernador,
me dijo, es preciso que intervenga en el aeropuerto, tengo orden de tomarlo y
el capitán que está al frente se niega. Quiero evitar derramamientos de sangre.
Tomé el teléfono, llamé al aeropuerto y lo dejé sonar hasta que al fin alguien
del otro lado lo tomó. Es el Gobernador, le dije, comuníqueme con su superior.
Pocos minutos después tomó el teléfono el capitán. Capitán, le dije, yo comprendo
que usted no se quiera entregar a una fuerza distinta a la suya. Pero ya todo
se acabó, le pido un favor de humanidad. No quiero derramamientos inútiles de
sangre. Le pido que regrese de inmediato a su comando y se reporte a su
superior natural. Yo le garantizo que nadie lo interceptará. “Si usted me lo
ordena, Sr. Gobernador, así lo haré.” Pensé entonces que la historia de aquel
día había terminado. La democracia se había salvado y como gobernador me sentía
genuinamente satisfecho de haber podido contribuir, pese a que a algunos
estudiantes habían recibido armas largas en el Fuerte Paramacay (y una tienda
de armamentos deportivos había sido saqueada), de haber podido contribuir,
repito, a que en Carabobo no hubiera derramamiento de sangre alguno. Duraría
muy poco mi tranquilidad.
Por la
tarde, cuando todo había terminado, dos autobuses de la Universidad de
Carabobo, repletos de estudiantes y soldados armados, asaltaron un puesto
policial en el Barrio Canaima, al sur de la ciudad. Los agentes, valiéndose de
sus armas de reglamento lograron ganar tiempo y tardaron muy poco en llegar
otras patrullas. Allí sobrevino la tragedia. Los agentes que arribaron en
auxilio de sus compañeros fueron acribillados. Tres quedaron muertos y otros
tantos malheridos. Poco después llegaron delegaciones fuertemente armadas
de la DISIP, la PTJ y la GN y en el tiroteo subsecuente murieron tres o cuatro
civiles, entre ellos una estudiante. En total entre siete y ocho vidas se
perdieron sin sentido alguno. Había una corta la refriega. Tanto que de los
hechos que intento narrar me entere cuando todo se había consumado.
Me invadió
una gran frustración. Había sido un final triste, muy triste. Triste e
inesperado.
Venezuela ha
cambiado mucho desde aquel 4 de febrero. Cambiado para peor.
Hoy nada me
sorprendería.

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