Columna de Vladimir Villegas
El muro de San Antonio
Mijaíl Gorbachov abrió la espita
para que el férreo modelo socialista soviético, de corte ortodoxo y resabios
estalinistas, se viniera abajo como un castillo de naipes. Su propuesta de
"perestroika " y glásnost, vale decir, reestructuración y transparencia,
tenía por objeto darle al sistema político nacido de la primera revolución
socialista triunfante, liderada por mi tocayo Vladimir Ilich Ulianov, mejor
conocido como Lenin, un segundo aire, una nueva oportunidad de sobrevivir, pero
inyectándole una dosis de libertad, de flexibilidad, luego de más de 70 años de
implacable control por parte de un burocratizado Partido Comunista, de cuyo
seno no solo surgió el propio "Gorby", como lo llamaron en Occidente,
sino una figura sorprendente como el alcohólico Boris Yeltsin, que le puso el
último clavo al ataúd de la fallecida Unión Soviética.
Los acontecimientos en la otrora
poderosa y monolítica potencia comunista dispararon también los procesos en los
países de Europa Oriental. La caída del muro de Berlín fue el fin del
llamado socialismo real, en el cual muchos creímos como la panacea de los
males de la humanidad. Los millones de alemanes desesperados por pasar a
Occidente una vez que se les dio luz verde por parte de las acosadas
autoridades de la extinta República Democrática Alemana fueron la mejor prueba
de un sistema que, más allá de sus prédicas en favor de los oprimidos, de la
clase obrera, y contra las formas de explotación capitalistas, hizo aguas, se
desplomó porque terminó imponiendo controles y fórmulas sociales, económicas y
políticas que la población terminó por repudiar.
Guardando las distancias históricas
y geográficas, tanto en Europa Oriental como ahora en Venezuela el liderazgo
convirtió al socialismo en una mala palabra, en sinónimo de limitaciones,
privaciones, carencias de bienes fundamentales. Tanto allá como acá será
cuesta arriba que una fuerza política vuelva a promover con éxito el socialismo
como vía para una vida mejor, con justicia, igualdad y solidaridad. Seguramente
de nada valdrá que se emplee a fondo en la argumentación de que aquí no hay
socialismo. Se hizo realidad lo que supuestamente era una leyenda negra: colas,
desabastecimiento, empobrecimiento colectivo. Y por si fuera poco, faltaba la
guinda: las oleadas de venezolanos que atravesaron y siguen atravesando el
"muro de San Antonio" son la mejor demostración del fracaso de una
política económica, cuyos motores se fundieron en la chivera de la
corrupción, la burocracia, la ineficiencia y los constantes empeños en volver
añicos el aparato productivo.
El socialismo del siglo XXI llegó a
su llegadero. Se volvió un caos, una inmensa frustración. Murió de mengua en
las colas, en la desesperada búsqueda de alimentos y medicinas. En el
profesional que busca en otras tierras las oportunidades que aquí se les niega.
En el niño que va a la escuela sin su desayuno. En el paciente que clama por un
tratamiento médico que no encontrará. En el bachaqueo, en la impunidad que
sigue protegiendo a los principales responsables de la tragedia que significa
para un país no tener garantizada una alimentación balanceada para sus
habitantes, pese a que supuestamente se destinaron miles de millones de dólares
para tal fin.
Cúcuta, una ciudad a la cual los
nacidos en esta rivera del Arauca vibrador íbamos cargados de bolívares para
traernos de allá mercancía buena y barata, se convirtió por arte de magia en
el oasis de los venezolanos que viven en la frontera y en regiones próximas,
hoy desesperados por hallar comida y medicinas. Por mucho que se le busque
explicaciones a esta situación, no hay mucha vuelta que darle. La guerra
económica no es otra cosa que el fracaso de una extraña mezcla de dogmatismo
con improvisación en la conducción de la economía. Todo aliñado con sobredosis
de controles y corrupción.
Las realidad exige decisiones
dramáticas, rectificaciones a fondo que tal vez impliquen dar la vuelta en
"U" y salir de la ruta equivocada. Difícil que este Gobierno lo haga,
pero alguien lo hará. Hay que derribar muros tan complejos como el que se vino
abajo en Berlín. Muros ideológicos, de conceptos equivocados, de empeño en
desdeñar la experiencia ya vivida por un modelo que fracasó porque se puso de
espaldas a la propia naturaleza del ser humano, a sus deseos no solo de
libertad, sino de crecimiento, y de no colocarle límites a sus ansias de
superación.
Es lamentable que el sueño de una
sociedad mejor terminara en una bolsa de comida que ni siquiera llega a todos los
necesitados, y en largas colas que pisotean la dignidad de un pueblo que una
vez, no hace mucho, tuvo grandes esperanzas en un proyecto de país que se quedó
en el texto de la Constitución y que derivó en una de las mayores frustraciones
de nuestra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario