Julián Castro redivivo
Humberto Seijas Pittaluga
En Venezuela ha habido presidentes que fueron malos y otros
que fueron malucos; pero casi nunca ambos defectos estuvieron presentes en una
sola persona. De los primeros, los
malos, los que, de tan ineptos, no son capaces de resolver la enterrada de un
perro así les den el hueco, tenemos a Ignacio Andrade. Al igual que lo sucedido recientemente, este
llegó al poder luego de unas elecciones amañadas y en la cuales el Poder
Ejecutivo influyó descarada e ilegalmente.
En aquella, quien ganó fue el Mocho Hernández, pero el gobierno atiborró
las mesas de votación con “hombres que llevaban el machete debajo de la cobija”
y logró que ganara el escogido por Joaquín Crespo. Este, al igual a lo que aconteció por estos
tiempos, quería ser quien mandase detrás de bambalinas; pero no pudo porque la
muerte lo esperaba en la Mata Carmelera.
Andrade se empecinó, al igual que en la época actual, a saltarse la
Constitución en lo relativo a las potestades que correspondían a los estados de
la unión y eso concitó el alzamiento de Cipriano Castro, quien originalmente se
presentó como deseoso de restaurar la majestad del texto constitucional (de
allí el nombre de su revolución: la “Restauradora”), pero que, cuando ejerció
el poder, lo hizo de manera arbitraria.
Este último personaje, conocido como “El Cabito”
—traducción de “le petit caporal”, por
Napoleón, a quien imitaba; o sea, igual que al inmortal muerto, a quien por mal
nombre le decían “Bolivita”— debe ser anotado como ejemplo de los malucos que
mencionaba en la primera línea de este escrito.
Es que su gobierno no solo fue autoritario y sectario, sino que estuvo
signado por el deterioro moral que comenzaba en la persona del presidente, por
el mal ejemplo que daba. Tanto, que se
puede hablar, en frase afortunada de Elías Pino Iturrieta, de la existencia de
un “cesarismo libertino”. Ese régimen
nombraba a los ministros y altos cargos no por lo capaces que fuesen, ni por
las credenciales gerenciales que tuviesen, sino por ser “adictos a la causa”;
mantuvo permanentemente hostigamientos contra los extranjeros que habían
decidido invertir en el país; intentó obtener a juro créditos y, cuando no los
logra, mete en prisión a los banqueros; trató de subvertir a otros gobiernos
suramericanos para instaurar una nueva Gran Colombia y hasta intenta una
invasión de Colombia por la Guajira, pero que fracasa en el desastre de
Carazúa. O sea, que ese régimen se
parece mucho en sus ambiciones estúpidas de revivir el pasado, de imponerse a
la voluntad ajena, de pergeñar lo sudado por otros y de mantenerse en el poder
para siempre, al que padecemos hoy. Y
eso que no hemos hablado de las deudas exteriores acumuladas…
Según mi cuenta, solo uno fue, al mismo tiempo, malo y
maluco: Julián Castro, un tipo con solo una instrucción rudimentaria, que
estuvo a las órdenes de Carujo y que, cuando el ultraje contra José María
Vargas, fungió y se deleitó como su carcelero; alguien que fue encargado de
espiar y chismear a Antonio Leocadio Guzmán (hoy sería reconocido como un
“patriota cooperante”), y alguien que no solo fue de los que pronunció
sentencia de muerte contra Matías Salazar sino que sirvió como comandante del
pelotón de fusilamiento y le dio el tiro de gracia. Maluco el tipo, ¿no?
Pero también malo. Tanto que, según Manuel Caballero, fue
escogido como jefe de la revolución “por su reconocida mediocridad. Ni como
jefe militar, ni como jefe político daba la talla que las circunstancias
exigían; pero lo que le faltaba en luces le sobraba en ambición”. Se puede decir que con la firma de él en lo
que se conoce como el Protocolo Urrutia, se inaugura en Venezuela eso de los
mandatarios que buscan salvar de la justicia a los amigotes ladrones. Y sigue Caballero: “…se puede decir del
gobierno de Julián Castro que rara vez hubo una distancia mayor entre las
palabras y los hechos, entre las esperanzas y las realidades. En efecto, la
‘fusión’ que debía, entre otras cosas, echar un ‘manto de clemencia’ sobre el
pasado, por el contrario exacerbó las pasiones hasta hacerlas desembocar en la
contienda civil (…) El fracaso político
del gobierno de Julián Castro (…) obedeció a la imposibilidad de mantener un
gobierno de coalición en medio de un clima de pasiones exacerbadas…”
Hace dos párrafos afirmé que solo un presidente “fue, al
mismo tiempo, malo y maluco: Julián Castro”.
Ahora, después de todo lo que he leído y escrito sobre el tema, tengo
que reconocer que me quedé corto en la enumeración: actualmente tenemos a otro
que llena ese baremo. Solo un mandatario
bien malo, por inepto e irresoluto, deja que el país se caiga a pedazos por la
incapacidad para tomar las medidas económicas urgentes y esenciales para
mantener lo social y lo político en relativa paz; solo alguien bien malo sigue
ciegamente, cual si fuese su senescal, la agenda dictada por los Castro y que
solo se origina por el deseo de estos de seguir esquilmando a Venezuela. Pero, asimismo, también nos ha resultado
maluco: solo alguien bien tripas-moradas se regodea ordenando recluir en
prisiones —mejor sería decir mazmorras porque en esos subterráneos se tortura—
a muchachos en la flor de la juventud por solo manifestar sus diferencias de
opinión contra lo que el régimen pretenda sea el pensamiento único, ¡a una
muchacha por mandar un tuit! O sea,
tenemos entre nosotros a otro Julián Castro, uno redivivo…

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