#Opinión:
Columna del General Humberto Seijas Pittaluga @seijaspitt
Sesquipedalia
Las palabras de un hombre
taciturno
Calvin
Coolidge, el trigésimo presidente de los Estados Unidos tenía la fama de ser un
hombre austero, sumamente parco en palabras.
Tanto, que sus paisanos lo tenían por un sourpuss, un
amargado. Dorothy Parker, la dramaturga llegó
a sugerir que lo había amamantado un pepinillo encurtido en vinagre. Pero ninguna de las dos cosas era cierta;
tenía buen sentido del humor. Solo que
no desperdiciaba palabras. La verdad es
que, a pesar de carecer de carisma, nunca perdió una sola elección en toda su
vida. Comenzó como concejal en un pueblo
de Massachusetts y desde allí logró ir ascendiendo a representante en el
Legislativo estatal, senador, gobernador del estado, vicepresidente y, a la
muerte del presidente, Warren Harding, a la titularidad del cargo. Al final de ese interinato, se lanzó y ganó en
buena lid la presidencia. Una de las
primeras demostraciones de su carácter fue, siendo gobernador, en la
oportunidad en que los policías de Boston se fueron a la huelga y los maleantes
aprovecharon para cometer sus fechorías libremente. Llamó a la Guardia Nacional del Estado, la
puso a ejercer las funciones policiales, pacificó la ciudad, no transó con los
huelguistas y, por el contrario, no permitió que uno solo de ellos regresara a
sus funciones. Los reemplazó a
todos. De allí que apareciera en la
dupla con Harding y comenzara su figuración nacional.
Taciturno
era, pero cuando escribía o pronunciaba un discurso daba muestras de una
claridad mental y una prosa potente, directa.
Buffon decía que “el estilo es el hombre”, significando que las palabras
expresadas revelan la personalidad. Y,
por lo que sigue, tiene que ser cierto.
Son frases que aparecen en un discurso suyo cuando era senador. Las he escogido para adosárselas a la
situación venezolana actual porque, aunque dichas hace un siglo y muy lejos de
aquí, parecieran hechas a la medida para criticar lo que pasa por estos lados.
Comienza
declarando que “todos somos miembros de un mismo cuerpo. El bienestar del más débil y el bienestar del
más poderoso están inseparablemente unidos.
La empresa no puede florecer si el trabajo languidece. El transporte no puede prosperar si la manufactura
declina. El bienestar general no puede
ser proporcionado por una sola acción, pero es bueno recordar que el beneficio
de uno es el beneficio de todos; que la incuria de uno deviene en la inercia de
los demás. La eliminación de las
ganancias de una persona es la supresión del sobre de paga de muchos
otros”. Los rojos han pasado veintidós
años atacando la prosperidad de unos, diciendo que ser rico es malo,
esquilmándolos para repartir migajas entre su “pueblo”, mientras los áulicos
del régimen se apropiaban de sus fundos, empresas y propiedades para beneficio
propio. Para luego abandonarlas, dejadas
en el esterero, acabadas, quebradas, convertidas en eriales. Por la falta de entender que todos nos
necesitamos, se dedicaron a acabar con la clase productiva. Los muy ilusos estaban seguros de que los
precios del petróleo no iban a declinar…
Pero
no solo les dedica sus admoniciones a los gobernantes de turno. Más adelante, para ratificar lo que dijo
antes, da algunos consejos a la gente del común: “La ciudadanía no debe esperar
que solo las leyes le garanticen el éxito.
La laboriosidad, la frugalidad, el carácter no son conferidos por una
resolución legal. Los gobiernos no
pueden mitigar el trabajo diario de las personas. No puede proveer sustitutos a las recompensas
del servicio. Sí puede, sin duda, cuidar
de los minusválidos y reconocer los méritos que distinguen a las personas. Los demás deben cuidarse ellos mismos. (…) Cumplan con el trabajo diario. Si es para
proteger los derechos del débil, sin importar quien se oponga, háganlo. Si es para ayudar a una poderosa corporación
a servir mejor al pueblo, cualquiera que sea el obstáculo, háganlo. (…) No teman ser tan revolucionarios como la
ciencia; no teman ser tan reaccionarios como la tabla de multiplicar. No esperen elevar a los pobres acabando con
los fuertes”. Y lo dice porque
“necesitamos tener una fe más amplia, más firme, más profunda en la gente —una
fe en que las personas quieren hacerlo bien— (…) una fe en que la aprobación
final del pueblo no será a los demagogos que complacen servilmente a su
egoísmo, que se venden con el clamor del momento, sino a estadistas que
administren bien el bienestar, representando sus profundas, calladas
convicciones”. Todo ello porque “el
hombre tiene una naturaleza espiritual. Púlsenla y ella responderá como el imán
responde a los polos”.
En
esto último, la alternativa democrática está un poco falla, muchos de sus
representantes se parecen en sus ejecutorias y planteamientos a los partidarios
del régimen. Porque, al igual que estos,
sobreponen sus intereses personales a los del estado y la nación. De allí deviene el radicalismo salvaje, sin
frenos, de lado y lado que caracteriza sus actuaciones subrepticias. Y las de cara al público, porque ya se han descomedido. Y eso es dañino, destructivo.
Tengo la firme
esperanza de que surgirán líderes de verdad que sabrán sobrenadar por encima de
las conveniencias rastreras y dedicarse de lleno al bien de la patria,
remendando, recuperando, reconstruyendo los cimientos morales de la nación y
buscando la salud económica del país.
Llámenme iluso, pero firmemente creo que la restauración de la confianza
en las instituciones —por la rectitud de quienes las dirigen— es paso obligado
para la recuperación del país y su redireccionamiento para reencontrarnos con
las naciones más civilizadas, dejando de lado tantos países poco democráticos
que lo que han hecho es dejarnos exangües
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