#Opinión:
Columna del
General Humberto Seijas Pittaluga @seijaspitt
Sesquipedalia
Eddy,
15 años
Nos conocimos cuando ella
tenía sólo dieciséis años y yo veinte.
La primera vez que la vi —vestía un traje celeste— el corazón me dio un
salto. Desde ese momento, puedo asegurar
que sí existe el amor a primera vista; porque cuando se acercó para ser presentada,
yo me dije: “Con esta me caso”. Y,
gracias a Dios, así fue. Después de tres
años de noviazgo casto e inocente, nos unimos en matrimonio y fue mi esposa por
cuarenta y tres años más; la única mujer a la que haya amado.
En esas más de cuatro décadas,
Eddy fue la compañera fiel, la amante enamorada, la esposa devota y la
consejera prudente. Y hasta la pareja celosa; las más de las veces sin razón,
porque siempre estuve genuinamente enamorado de ella. Conmigo compartió las estrecheces, las
incomodidades y los rigores que siempre están presentes en la vida de un
oficial. No sólo hacía el milagro, cada
mes, de lograr que el sueldo alcanzara hasta el último, sino que hasta
conseguía hacer algunos ahorros. Mis
transferencias a otras guarniciones siempre las soportó con longanimidad a
pesar de lo gravoso que eran para la economía familiar —mientras yo estuve como
militar activo, nos tocó hacer diecinueve veces mudanzas; seis de ellas
internacionales—; pero también con ilusión, certidumbre y esperanza. Porque,
además de animosa y decidida, también estaba ávida de conocer lugares nuevos,
de hacer nuevas amistades, de aprender otras cosas.
En tiempos normales, era un
manojo de nervios. En familia decíamos
que cuando yo iba manejando y ella iba conmigo, el carro no avanzaba a cien
kilómetros sino a cien ¡Cuidado! por hora.
Porque suponía peligros donde nadie más los veía. Pero a la hora de las chiquiticas, demostró
serenidad y valentía. Un ejemplo: recién
casados, me pidió que le enseñara a disparar —cosa que aprendió a hacer bien
con pistola, revólver y subametralladora.
Y justificó su solicitud en que eran muchos los días en los que le
tocaba estar íngrima y asustada, a no menos de quinientos kilómetros del familiar
más cercano, en tiempos en que los guerrilleros pro-castristas de los sesenta
(muchos de ellos ahora en el gobierno) amenazaban con violar a las mujeres de
los militares, mientras nosotros estábamos lejos del hogar defendiendo a
Venezuela de la agresión extranjera.
Otro: cuando, muchos años más tarde, unos malandros drogados nos
asaltaron en Caracas, ella fue la que se encargó de sosegar con palabras
serenas al más alterado del trío quien, con un revólver amartillado contra mi
sien, me amenazaba de muerte. Su
argumento no pudo ser más sensato: “No lo mate.
Le conviene no matarlo. La PTJ no
investiga los robos. Pero los asesinatos
sí. Háganse un favor: llévense nuestras
cosas y váyanse sin hacer daño, que así no tendrán problema después.” Está de más decir que el tipo, a pesar de la
trona, entendió.
Me dio tres hijos. Y los crio bien; con una sensata mezcla de
amor y disciplina, de carácter y simpatía, de tolerancia y exigencia, de
prodigalidad y tacañería. En mucho,
gracias a Eddy, hoy nuestros hijos son hombre y mujeres de bien, instruidos,
educados, sin vicios ni mañas, y que han formado familias irreprochables. Que es mucho por lo cual gloriarse en estos
días, cuando lo que uno observa por ahí es todo lo contrario.
Lo podrán certificar quienes
la conocieron: era elegante de sí, con mucho porte y mucha compostura y,
además, la mar de simpática. Fue una
excelente representante de Venezuela todas las veces que le tocó acompañarme a
otros países a los que fui destacado en misión de estudios, en funciones
diplomáticas, o como jefe de delegaciones.
Para todos —desde muy encumbrados presidentes, embajadores y ministros
hasta humildes choferes de taxi, mucamas y obreros — siempre hubo una sonrisa
genuina, una palabra afable, un trato cordial y comedido.
Y cuando la grave enfermedad
la atacó, la enfrentó con decisión; soportó con reciedumbre los terribles
efectos secundarios de las quimioterapias y las radioterapias. Sacó fuerzas para tomar las riendas en la
organización de la boda de su hija menor.
Y para vestirse de largo (sabiendo quizá que era la vez última que lo
haría), ponerse una peluca para ocultar la caída del pelo y maquillarse para
disfrutar la ceremonia del casamiento y atender como si nada a los
invitados. Pero esa noche, al llegar a
casa, brotó todo el dolor que la martirizaba.
Razón tenía Gabriela de Carrillo —con toda la experiencia que da
sobrevivir un cáncer y tener que ver morir a una hija con otro— al decirme que
esa enfermedad genera un torneo de mentiras: quien la sufre no dice todo lo que
siente para no preocupar a los demás, y los familiares no le dicen al enfermo
todo lo que tiene por la misma razón.
Ya, al final, aceptó con
resignación su creciente invalidez y las ignominias que ésta implicaba, afincó
su religiosidad y se entregó a las manos del Creador. Fue toda su vida —para ponerlo en las
palabras que aparecen en la lápida de una dama en la abadía de Westminster: una
“militis uxor, casta, pudica, pia” (valiente
esposa, pura, recatada, correcta).
Ya han pasado quince años de
la fecha en que el Creador la acogió en su seno. Este aniversario fue el primero en el que mis
hijos, sus cónyuges y mis nietos, no estuvimos juntos, en la iglesia
—acompañados de nuestros fieles amigos—, dándole gracias a Dios por habérnosla
dado. En razón de la reclusión forzada y
los templos cerrados, cada quien lo hizo en su casa con la certeza absoluta de
que ya se encuentra recibiendo su justo premio.
Descansa en paz.
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