Columna del General Seijas Pittaluga
El
síndrome de la infalibilidad
Para
cualquier mortal debe de ser una carga muy pesada saber que nunca se ha
equivocado en nada. Eso de llevar en la
mente la preocupación de que pudiera perder ese record en su próxima toma de
decisiones, debe ser fiero, espantoso.
Menos para los del régimen, ellos saben que nada les sale mal porque
para eso tienen a sus copartidarios que siempre les darán la razón legal. Eso que señalaba recientemente Moisés Naím,
que en un lapso de diez años, el Estado no había perdido uno solo de los casos
en que fue demandado (más de 54 mil), habla muy bien de los abogados de la
Procuraduría y muy mal de los litigantes que accionan por las partes
querellantes; además de que constituye un record mundial digno del libro
Guinness y desafía toda la probabilidad estadística. Que toda la sapiencia jurídica esté en las
mentes de un grupito de burócratas cobrasueldos debe hacer sentir muy mal a los
jurisperitos más estudiados, más acreditados, que ejercen
independientemente. Me imagino que a
estas alturas, ninguno de ellos estará aceptando representar a clientes ante
ese TSJ tan imparcial, tan lleno de lumbreras.
Porque eso de llevar palo a pesar de lo sesudo y bien sustentado de las
exposiciones no se lo cala nadie.
Que
el Estado contrate directamente —por más de mil millones de dólares, sin
licitación y con descarados sobreprecios— el uso de una plataforma gasífera
defectuosa, la Aban Pearl, y que duró en el sitio de la exploración, antes de
hundirse, menos de lo que dura un dulce en la puerta de una escuela, no ha sido
motivo de la más mínima preocupación por parte de la Fiscalía General, de la
Contraloría ídem, ni ni alguno de los muchísimos jueces que gritan “¡Uh, ah!”
no debe sobresaltar a nadie: dichos entes descansan en la seguridad de que el
Ejecutivo para el cual trabajan (así lo nieguen) es infalible, además de
impoluto e infinitamente eficiente.
Igualito sucede por los lados del Helicoide, unos médicos informan que
alguno de los “privados de libertad” (para usar el ridículo eufemismo de moda)
debe ser trasladado a un centro hospitalario pues urge su atención médica, y el
capitoste de turno dice que eso no es necesario, que “preso es preso y su
apellido es candado”; que no sale, y punto.
Actúa así en la tranquilidad de que se sabe indefectible y que sus
superiores lo apoyarán aun ante la muerte del reo desasistido. Porque para eso, tienen ya casi veinte años
de mostrando perspicacia, acierto y hasta clarividencia en todo lo que dicen y
hacen.
La
crisis en el sistema eléctrico nacional —puse “sistema” por no dejar, porque lo
que tenemos no puede designarse así— no es culpa de los gerentes que llegan al
tope de la organización encargada de suplir energía a hogares, empresas e
instituciones armados solo del carné del partido, ayunos totales de
conocimientos de ingeniería eléctrica; el precario estado en el que dejaron
caer la generación, transmisión y distribución eléctricas no es culpa de ellos
sino de saboteadores que lo hacen tan mal que se quedan electrocutados en el
sitio del sabotaje, o de iguanas cablívoras (siendo que los que nos estamos
comiendo un cable, porque no hay nada más para comer) somos los ciudadanos de a
pie). La prédica constante entre sus
copartidarios de que el carné genera capacidades, conocimientos, y que no se
requiere experiencia para gerenciar al aparato estatal, tiene su razón de ser:
“mi comandante no se equivocó nunca, y su heredero lo está haciendo, aunque
ustedes no lo crean, mejor que aquel”.
¡Que no se pelan en nada, pues!
¿Qué
pueden saber la Unión Europea, la OEA, las Naciones Unidas, el grupo de países
iberoamericanos de lo que es correcto en lo referido a las reglas de la democracia,
el Estado de derecho, los derechos de las personas, las reglas
electorales? ¡Nada! Esos países han llegado al desarrollo,
algunos han llegado inclusive al estado de bienestar, cometiendo el desafuero
de exigirles a sus ciudadanos respeto a las normas, trabajo arduo, cumplimiento
de los deberes. ¿Cómo es posible esa
iniquidad? ¿Cómo se atreven a pisotear
los derechos de quienes han recibido las enseñanzas (y creen firmemente) de que
es posible tener de todo y vivir sin trabajar porque es el Estado quien debe proveérselo
absolutamente? En fin de cuentas, de
ellos no se exige sino un votico cada vez que se le antoje al mandamás. Nada importa si quien convoca a los comicios
no tiene la facultad para hacerlo, si se hace a destiempo y contrariando la
norma; si no se deja competir —porque están presos, o porque les tocó huir de
las garras de las policías políticas — a quienes tienen mayor arraigo entre las
masas. Todo sea por el bien superior de
tener mandatarios infalibles. Para
responder a las instancias mencionadas más arriba, el régimen tiene a
funcionarios tan verticales, tan íntegros, tan ecuánimes como cualquiera de los
dos Tarek, o Arreaza, el primer yerno de la comarca…
Con
todo y eso, como yo soy un roliverio de ingrato y un tronco de malagradecido,
yo no voy votar el 20-M. Creo que debo
ser consecuente con los millones de venezolanos que —a pesar de tener derecho
de votar en las elecciones nacionales— no van a poder hacerlo porque a Tibi y
sus comadritas no les dio la gana de permitir el goce de tal derecho a quienes
residen en el exterior. Y,
ultimadamente, porque creo que va a ser una farsa y porque los “candidatos” no
son sino una claque tarifada designada para darle visos de seriedad al intento
del infalible de mantenerse en un “equilibrio inestable” (para usar una frase
de la física de tercer año). Que no me
da la gana. ¡Y punto!

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