Columna del General Humberto Seijas Pittaluga
Octogenario, ¿y qué?
Esta semana quiero dejar de lado a los
blancos de siempre en mis escritos, los rateros rojos, porque me toca
parafrasear el título del libro de Neruda: “Confieso que he vivido”. Es que, como ya lo insinúa el encabezamiento,
recientemente cumplí ochenta años; abandono la tercera edad y entro en la
cuarta, entro en el tiempo en que el desmoronamiento que yo trataba de que
pareciera elegante se acelera y le entro en plunge-on
a la decrepitud. Se acerca la última
etapa de las siete edades del hombre que explicó Shakespeare en “As You Like it”. ¿Recuerdan? Es el monólogo que comienza con “All the world’s a stage” donde todos
somos meros actores que representamos diferentes roles. Ya los cinco primeros
los representé: el infante llorando y vomitando al aya; el escolar avanzando
sin ganas hacia el colegio, el amante suspirante que canta baladas que hacen
levantar una ceja a la amada; el militar que vocifera invectivas, celoso de su honor,
rápido en la pelea y que busca la fama hasta frente la boca de un cañón; el
funcionario “de vientre redondo” (en eso sí fallé, nunca lo he tenido), bien
comido, con ojos graves y muy formal, pleno de sabias decisiones. Ahora estoy en la sexta: el retirado al que
le queda la ropa grande, y se le chorrean las medias —en mucho, digo yo, por la
dieta del doctor Maduro— con las gafas en la punta de la nariz y con la voz que
comienza a aflautarse. De aquí en
adelante, tendré que resignarme a la séptima: una segunda infancia, con olvido
de muchas cosas, “Sans teeth, sans eyes,
sans taste, sans everything”.
Entonces, antes de que empiece con la
olvidadera que trae el doctor alemán, déjenme que les diga que cambiaría muy
pocos momentos de mi vida. Sin duda, no
quisiera tener que pasar nuevamente por eso de ser testigo de los sufrimientos
y la larga agonía de mi esposa, ni por las dos veces que unos malandrines que
me atracaban amartillaron sus armas a escasos centímetros de mi cabeza. Pero, los demás, no los cambiaría un ápice.
Ni siquiera las dos semanas que pasé en un hospital pueblerino herido con
fragmentos de granada (porque en esos tiempos, hasta en los nosocomios más
humildes había cirujanos eficientes e insumos abundantes).
Me enorgullece decir que después de
treinta años de carrera militar y casi quince de alto funcionario de la
administración civil, vivo frugalmente de una pensión; que los pocos bienes que
poseo tienen “partida de nacimiento” (no como sucede con algunos potentados
actuales); que ni uno solo de mis subalternos recibió jamás una orden ilegal o
indebida de mi parte —que algunos de ellos, a quienes traté con deferencia y
hasta amistad se hayan maleado en el camino y hasta de rojos-rojitos sisadores del
erario se hayan vestido es otra cosa—; que nadie me vio alguna vez cometiendo
algo ilícito o una impropiedad. Me honra
sobremanera haber mantenido con mi mujer un hogar decente, donde no faltaba
nada, por más de cuarenta años, de haber criado y educado bien a mis hijos, haber
dado clases de tercero y cuarto nivel por más de veinte años, de haber
representado bien a Venezuela en varios países del exterior mientras estuve en
cargos, misiones de estudio y presidiendo delegaciones. Me place mucho que soy socialmente recibido y
reconocido en una sociedad tan exigente como la valenciana, porque a ellos les
consta de primera mano que siempre estuve presto a ayudar, que nunca nadie se
atrevió a ofrecerme una coima. Pero,
sobremanera, estoy contento de que les dejo a mis hijos y mis nietos un nombre
limpio. Ya puedo descender al mere
oblivion del que hablaba en Bardo.
Eso sí, Diosito, que no sea muy pronto, como pedía San Agustín.
Y si una cosa quisiera que me
concedieras, Señor, y esta sí bien rápido (porque es que estadísticamente ya no
me quedan muchos años): que nos liberes de estos mandones ignorantes y
despiadados que le han entrado a saco a la república y nos están llevando a lo
más oscuro y atrasado del siglo XIX. Por
culpa de ellos, estamos confortando a los enfermos (porque no hay fármacos para
curarlos) con emplastos, menjurjes y rezos; por su nefanda decisión de
igualarnos por debajo y convertirnos a todos en menesterosos es que vemos a
hombres jóvenes limpiando parabrisas en los semáforos y a muchachitas
prostituyéndose por un paquete de harina de maíz o por un lápiz de labios; por
ese afán de imponer su ideología a juro, han cerrado las fuentes de trabajo, el
desempleo luce rampante, las mentes más lúcidas y los jóvenes más vigorosos
abandonaron el país y están ayudando al progreso de otras naciones. Todo eso, Señor, clama al Cielo. Y por eso mismo, y porque Tú lo ves todo,
sabes que no exagero y que, más bien, me quedo corto. Ayuda a Venezuela, Señor. No somos los “mejores-portados”, no somos
quienes más te veneramos, pero sí te reconocemos en tu omnipotencia, tu
capacidad de justicia y tu generosa misericordia. Ayúdanos Señor a salir de estos pillos
malintencionados que desmandan en todos los poderes. Nosotros seguiremos poniendo nuestros
esfuerzos porque entendemos el adagio aquel de “ayúdate, que Dios te
ayudará”. Por lo pronto, nos preparamos
para una “abstención activa”, que suena como un oxímoron, como un contradictio in terminis, pero que es
algo posible. ¿Cómo se logra?
Demostrando con nuestra asistencia masiva a plazas y otros lugares abiertos,
alejados de los centros electorales, que somos una mayoría inmensa que se opone
a la farsa del 20-M. De esa manera,
quedará patente ante la nación y el mundo y se podrá comprobar fácilmente que en
nuestros lugares de reunión, plenos de gente vivaz, alegre, habrá mucha más
gente que en las solitarias mesas de votación.
Y la patraña quedará al descubierto…

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