Columna de Luis Vicente León
Vuelta a
Caracas
Después de un viaje espectacular a
San Cristóbal llegamos al aeropuerto de Santo Domingo para regresar a Caracas.
Ya con el boarding en mano, sólo quedaba desayunar pastelitos
y comprar pan andino (bueno, no había pan, pero es igual). A la hora indicada
avisaron que el vuelo estaba retrasado y seis horas después lo cancelaron. Es
una escena natural hoy en Venezuela, con un sistema aéreo deteriorado, sin
divisas y con precios regulados.
Ya no había vuelos en El Vigía, La
Fría o Barinas, reducidos a su mínima expresión. Todo indicaba que había que
quedarse, pero para mí esa no era una opción. Tenía la presentación de
Escenarios Datanálisis en la mañana siguiente y una conferencia sobre mi visita
a Japón organizado por la embajada.
Sin tiempo que perder conseguí un
taxi y salí sin pestañar con un estimado de 12 horas de odisea. Tan pronto
entramos en la carretera el taxista mencionó que debía cargar gasolina. En
Táchira los obligan a tener un chip para poner máximo 30 litros por día.
Las primeras bombas estaban cerradas y cuando finalmente llegamos a una
con gasolina, la cola suponía al menos dos horas de espera. Decidimos seguir,
pero la situación se tornó crítica. En el próximo pueblo nos paramos a preguntar
a un viejito dónde se conseguía gasolina. El mismo ofreció diez litros a
cuatrocientos bolos cada uno. Hecho el “deal” necesitaba ir al
baño, pero todo estaba cerrado. Regresé sin cumplir mi cometido y le pregunté
dónde podía conseguir un baño. Me miró como quien mira a un bobo y preguntó
porque no me iba a la matica. Seguimos sin resolver el problema. En el camino,
el taxista me preguntó qué hacía yo en San Cristóbal. “Tuve varias
presentaciones” respondí. Ah, ¿usted es cantante? Me reí y sólo dije: ¿con esta
voz? Muchos pueblos y muchas bombas después: gasolina. La cola era feroz, pero
no había opción. Dejé al taxista en su puesto y me fui a buscar el baño y al
verlo entendí la sabiduría del viejito anterior. Al regresar, el taxi estaba a
dos puestos de echar gasolina delante de un camión. ¿Cómo llegó ahí? Supuse que
le había pagado al camionero para colarse. Cuando le fui a reclamar, el
camionero me reconoció: “el señor de Globovisión”. “No, vale, de Datanálisis”,
respondí para no usurpar funciones. Pidió una foto y me manifestó su
preocupación por los grados de corrupción a los que hemos llegado en el país.
Tenía un ataque de moralidad bachaquera.
Regresado el taxista a regañadientes
al puesto de atrás, el resto del viaje fue un poema. Había 12 alcabalas en la
autopista José Félix Ribas. Nos pararon en 8, cinco de ellos consecutivas, con
diferencia de menos de tres kilómetros entre cada una. En la cuarta se me
ocurrió hacer un chiste: “Esta debe ser la autopista más segura del mundo”. No
se los recomiendo. El policía me ordenó llevar mi maleta al otro lado de la
autopista y en una mesita de plástico inmunda chequeó artículo por artículo,
con saña y placer.
Llegando a Valencia: gasolina otra
vez. No hubo bomba abierta en la vía y cuando el carro ya estaba echándose
explosiones, apareció una bomba del otro lado de la autopista a la que
recurrimos tirándonos prácticamente por un barranco para girar.
Ahora sí, rumbo a Caracas. Ya no
puede pasar nada más. Bueno, sólo que estaban haciendo mantenimiento al túnel
de Los Ocumitos y la cola parecía una panadería antes de la militarización.
Ahora ya no hay colas… porque tampoco hay pan.
Fue una odisea. Pero llegué, cumplí
mi responsabilidad con éxito y ratifiqué lo que he pensado siempre respecto a
nuestro país. El camino puede ser largo, difícil y peligroso, pero hay momentos
en la vida cuando hay que hacer lo que tengas que hacer pese a las trabas, la
adversidad y el miedo.

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