Vanidad: mi pecado
favorito
Antonio Ecarri Bolívar
No soy crítico de cine aunque sí cinéfilo convencido, por lo que envidio
profundamente a los conocedores verdaderos del séptimo arte, como por ejemplo
aquel cubano universal que se llamó Guillermo Cabrera Infante a quien
considero, en nuestro idioma, como el crítico cinematográfico más destacado. Su
famoso libro, Cine o Sardina, es lo mejor que he leído en esa materia.
El título lo concibió para recordar que cuando niño, como eran muy
pobres en su Cuba natal, su madre les preguntaba los fines de semana, a él y a
sus hermanitos, ¿qué prefieren, mis hijos, comer sardina o ir al cine? Nunca
prefirieron la sardina.
Lo que más me atrae del cine, como a Cabrera, es que no sólo es un
pasatiempo para combatir el stress del diario batallar, sino también
para enriquecer nuestra imaginación o contrastarla con la realidad. En estos
días de carnaval volví a ver una película que estrenaron en USA en 1997 y que
gracias a la tecnología del DVD pude disfrutar de nuevo en mi casa: “El Abogado
del Diablo”, protagonizada por ese par de genios que son Keanu Reeves y Al
Pacino. Esa película, desde el comienzo hasta el final, me traía a la memoria
hechos y circunstancias parecidas a lo que vemos a diario en el cotarro
político, aunque creía exagerar en mi imaginación militante.
Respiré aliviado cuando, al finalizar el film, mi esposa me acotó: “Cómo
refleja esta película las actitudes de muchos de tus colegas de la política”.
Entendí, entonces, que no estaba desvariando, sino viendo reflejado en ese film
un pasaje de la vida real. A eso fue a lo que nos quisieron inducir los
guionistas: Andrew Neiderman (autor del libro) Jonathan Lemkin y Tony Girold y
con cuyo libreto también contribuyó, a hacer volar nuestra imaginación, ese
otro genio de la dirección actoral como es Taylor Hackford.
El abogado en ejercicio que es escogido, por no haber perdido nunca un
caso, se llama Kevin Lomax (Keanu Reeves) se enfrenta al
mismísimo diablo, John Milton (Al Pacino), quien está transmutado
en el jefe de un gran bufete, que lo contrata e induce a descubrirse a sí
mismo. Comienza con todo tipo de tentaciones: dinero, sexo y sobre todo
poder.En el monólogo final, Milton le demuestra a Kevin Lomax que todo ha
sucedido por la propia elección de Kevin.
Incluso Milton le hace recordar que él mismo le mostró el camino del bien,
pero Kevin escogió seguir el de su propia megalomanía y es, entonces, cuando
éste después de haber superado todas las tentaciones imaginables, sucumbe al
más pedestre de todos los pecados: la vanidad. Milton, transmutado ahora en el
mismísimo diablo exclama en medio de una risa, cómo no, mefistofélica…
“¡Vanidad, mi pecado favorito!”.
Cuando uno ve y observa a unos compañeros meritorios, pero que la vanidad
los hacen desvivirse por ser candidatos presidenciales extemporáneos,
sacrificando ideología y sensatez; cuando uno lee a sus asesores, diciendo que
sus asesorados nunca se equivocan y cuando no aciertan, es porque han incurrido
solo en “exitosos fracasos”; caramba, entonces frente a éste oxímoron, frente a
la impunidad de la equivocación ¿quién se nos viene a la mente, John Milton o
Al Pacino? No, qué va, el que nos imaginamos es al mismísimo diablo, prendido
en candela en la plaza Venezuela, gritando: "¡llegué al paraíso de
donde me expulsó Jehová!, llegué a Venezuela donde reina la vanidad: ¡mi pecado
favorito!".
@EcarriB

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